Chikago's Doors

[ 20.10.06 ]

 

Crónica de un Cambio

No es verdad que las cosas ocurran inevitablemente. Me indigna que la gente piense que si algo le pasa es porque así tenía que ser y nada ni nadie hubiera podido impedirlo.

Puedes tener una vida sosa y anodina durante años y, de repente, en un instante, todo cambia. Puedes darte asco a ti mismo pensando que siempre serás un tipo aburrido y sin nada que contarle a nadie y, de repente, en un instante, todo cambia.

Incluso puede que no pase nada e invariablemente acabes siendo eso, nada.

Por fortuna, a mí me pasó. Pero no me tocó la lotería, ni conocí a la chica de mis sueños. Ni siquiera hablo de fantasmas o extraterrestres. A mí me ocurrió en el metro.

Durante 5 años he cogido la línea 1 para ir a donde quiera que fuera. Mi ritual siempre ha sido sentarme en el quinto asiento tocando pasillo del primer vagón. Ese trozo de plástico se ha convertido en mi isla particular. Un lugar donde soy yo conmigo mismo a pesar de hallarme rodeado de gente con la misma vida soporífera que yo.

Pero aquel día (cosas del destino que dirían los analfabetos), todo cambió. El convoy llegó puntual a menos cinco y fui el primero en subir al primer vagón. Rápidamente me dirigí hacia mi pequeño escondrijo personal y, al abalanzarme hacia él, me percaté que no estaba vacío. Puede parecer obvio, pero mi estación es la primera del trayecto y los vagones siempre llegan completamente vacíos.

No sé si esa fulana había dormido toda la noche en mi sitio, pero lo cierto es que no llegué jamás a comprender qué narices hacía allí. Me habían desposeído de mi oasis en el desierto de la rutina y yo ni siquiera me había dado cuenta.

Me tentó la idea de decirle discretamente al oído: “mira, guarra, te voy a dar dos segundos para que levantes tu asqueroso culo de mi posesión”, pero vi que estaba embarazada (o eso, o había abusado demasiado de los restaurantes de comida rápida) y ese maldito resquicio de humanidad que me queda me taladró la cabeza con su discurso moralista.

Y cedí.

Ya recuperado de mi crisis interior, miré alrededor y fue el azar (y no un señor omnipotente que nunca tira los dados) el que me hizo dirigir la mirada hacia el asiento número 3. Estaba aún vacío, a pesar de la batalla matinal que se puede presenciar en cualquier vagón del metro al entrar el rebaño en manada, buscando desesperado un sitio donde cobijarse. Así que me senté ahí.

Y de repente, en un instante, todo cambió.

A mi lado, estaba él. Con sus oscuras gafas de sol, lucía una cabellera cuidadosamente engominada. Vestía completamente de negro, contrastando radicalmente con tu tez pálida, de nivel casi radiactivo. Sin un ligero rastro de pelos afeitados en su rostro, esbozaba una media sonrisa como si se estuviera regodeando de una superioridad objetiva e innegable hacia el resto del pasaje.

De haber sido yo uno de ésos frikis paranoicos que se enorgullecen de pasar todo el día tumbados en su sofá, masturbándose mientras visionan cualquier película de Tim Burton o, peor aún, de Kubric, hubiera jurado que estaba sentado junto a la mismísima figura de la Muerte.

Pero la Muerte no sonríe y, menos aún, usa gomina. Y, maldita sea, yo no soy un jodido friki paranoide.

Tal vez se dio cuenta de que su presencia me disgustaba, no sé, pero el hecho es que se giró y, con voz pausada, me preguntó:

- ¿Tienes hora?
- ¿Perdona?- le espeté yo con semblante de indignación
- ¿Qué si tienes hora?

No sabría definir qué sensación me causó la pregunta, pero no titubeé al contestarle con el mejor dislate de mi repertorio.

- ¿Acaso te he preguntado algo para que me dirijas la palabra?
- No. Te he preguntado yo. Así puedes dirigirme la palabra – me contestó sin perder la serenidad.

Delante nuestro se encontraba una señora entrada en edad y carnes que miraba la escena atónita, aferrándose a su bolso. Me incorporé en el asiento y, omitiendo a mi acompañante accidental, le pregunté a la señora:

- Perdone, ¿ve usted a mi lado a un payaso de negro que usa gafas de sol dentro del metro?

Lejos de contestar, la señora se aferró aún más a su bolso y se giró rápidamente hacia el vagón, como buscando ayuda con la mirada. Al comprobar que nadie más reparaba en nuestra curiosa situación, clavó los ojos en el payaso, confirmando mis sospechas de que no se trataba de una alucinación provocada por una sobredosis de café soluble que había ingerido antes de salir de casa.

- Entenderé eso como un sí – le dije

| Las Rutas de la Salamandra [20:50]


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